Hay algo hermoso en la lluvia que pocos pueden ver. “Uh, mirá el clima, se puso feo… qué lástima, che”, dicen en los ascensores, en la calle, en casa, mientras corren a cerrar ventanas, a resguardarse, a esperar que pase. Atrincherándose como si el mundo estuviera por acabarse. Yo no. A mí abrime la ventana de par en par, déjame verla llegar. Quiero oler a tierra húmeda, a pastito mojado, quiero sentir el frescor. Que llueva. Que llueva sin timidez, que golpee los tejados con su tamborileo constante, que golpee la acera, que dibuje caminos en los vidrios. Que caigan las gotas de izquierda a derecha, y otro día al revés. Que en los charcos se formen burbujas y los autos, al pasar, levanten mini tsunamis en las esquinas. Que llueva y que llueva todo el día. Si puedo quedarme en casa, mejor. Pero si salgo, está bien igual. Llevaré el paraguas de pintitas, porque los paraguas no tienen por qué ser tristes. O caminaré, correré, buscando techos y refugios hasta llegar a destino. Como si la lluvia me molestara, como si la odiara. Que se caiga el cielo, que haga mucho ruido. ¿Por qué cae agua del cielo?, qué fenómeno más extraordinario. La lluvia riega campos, apaga incendios, equilibra el mundo sin que se lo pidamos. Si no es una bendición, ¿cómo la explicas? Tráeme el libro de la mesa de luz y te hago un cafecito. Te invito a mirar la lluvia. No faltes.