Volvió a mirar las hojas en busca de soluciones sin
resultado alguno. Tocó repetidas veces las teclas de una de sus varias
calculadoras esparcidas sobre el escritorio. Inquieto, prendió otro cigarrillo
no sin antes apagar el anterior en el bollo de papel que acababa de hacer con
las hojas en blanco que seguían mirándolo expectantes. Miles de palabras le
brotaban por su mente pero no podía colocar cualquiera en su expediente. Era un
caso judicial y tenía que calcular la cantidad exacta y justa para presentar a
la corte y entregar a la justicia. Pronto sería 3 de marzo y mirando al
teléfono sabía que en cualquier momento lo recibiría una llamada desde la
oficina. “¿Para cuándo la pericia?”. Ser perito contador no le estaba
resultando nada agradable.
Nada se
parecía esa escena a la de años anteriores más felices. Claro que Rosario vivía
con él y las ventanas estaban abiertas de par en par. Se escuchaba el cantar de
las aves por la mañana y cuando ella se iba al banco a trabajar, él se quedaba
creando las más sorprendentes prosas. Cada tanto las transformaba en versos y
los acompañaba con el piano. Tenía mucho talento. Sabía usar bien sus hojas en
blanco. Los días eran más felices. O eso le parecía…
Empezaron siendo ciertas
molestias: que él era un vago y que ella llevaba el pan. Un día Rosario se fue
por la puerta. Ese día las aves no cantaron, y ella no volvió más. Solo un
pichón quedó abandonado en el felpudo, y atormentado por el portazo. El hombre
lo vio y reflejado en él se vio. Lo recogió y con el ave pudo volver a
escribir, aunque en un estilo diferente. El pichón no tenía mucho para ofrecer
a simple vista. Estaba un tanto desplumado y sucio. Sin embargo el hombre vio
algo simpático en él, algo valioso. Así que decidió adoptarlo.
Mientras
tanto, el piano se llenó de polvo y lo miraba solitario al hombre que escribía
y escribía para ganarse el pan, sentado en una esquina con su escritorio
repleto de papeles lleno de números. Al pichón lo encerró en una jaula y lo
empezó a mirar cuando necesitó calcular para subsistir. Al crecer, el ave no
cantaba; lo miraba y parecía hablarle. Hacía unos ruidos absurdos nada propio
de los pájaros y eso le causaba al hombre alguna gracia extraña que usaba para
poder entregar sus papeles a tiempo. Así estuvo doce años.
Su
trabajo le proporcionaba bastante dinero, pero también mucha responsabilidad y
cansancio. No era en verdad lo que él quería ni se sentía feliz. Pero era lo
que había conseguido y lo que le haría recuperar el amor de Rosario. Agarraba
el teléfono y la llamaba para contarle cómo se había transformado en un hombre
nuevo. Ella le dijo que la dejara de llamar, que no lo amaba más, que lo
felicitaba por sus nuevos logros pero que ya se había comprometido con otro
tipo. Le dijo que rehiciera su vida y que fuera feliz. No había cosa más grande
en el mundo que él quisiera más que ser feliz, pero lo buscaba de maneras
incorrectas.
Ese día se sentía especialmente cansado. Cansado como nunca
antes había estado en su vida. En el trabajo le habían acortado el plazo de
entrega y para colmo había visto a Rosario en una plaza con su pareja. Estaba
radiante, feliz, enamorada y totalmente embarazada.
Aquello terminó de destruirle ese mundo de fantasía que se
había armado en el cual esperaba esperando esperanzado por algo que cambiara.
Luego de fumarse el sexto cigarrillo, agarró todo lo que se encontraba en su
escritorio, lo metió en su portafolio, tomó su sombrero y salió impetuosamente
de su casa. Quizá de nuevo hacia su trabajo. Salió de la misma manera que había
salido Rosario aquella vez. El piano y las hojas en blanco lo vieron irse y
temieron que nunca regresara. Pero sí lo hizo. Volvió radiante, feliz e
iluminado. Ya no llevaba puesto su sombrero, ni su portafolio. Ya no llevaba
consigo ninguna calculadora más. Se sentó por varias horas en el escritorio y
esta vez las palabras le fluían de la mano cual cascada. Luego se sentó en el
piano y comenzó a acompañarlas con varios acordes.
Pronto, dicen que fue cuando los pájaros comenzaron a cantar
de nuevo acompañándolo, que alguien lo escuchó y se enamoró no solo de su
música. Pronto llevaron su arte por varios lugares y su felicidad fue
compartida con el resto del mundo.
De lo que no se dio cuenta quizás fue que el día en que
volvió radiante, su pichón, el de aquella vez convertido en ave; rara y madura,
se había escapado.
Había podido abrir su propia jaula y salir por la ventana
donde lo encontró el mundo, para cantar.
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