No soy muy fan del agua
que digamos. Por lo menos, no para la natación. Desde bebé que hacía escándalos
cada vez que me tenían que bañar, casi como si me estuvieran tratando de ahogar.
Hace nueve años mamá me llevaba a un club que tenía pileta solo porque quería
que yo aprendiera a nadar. Mi colegio no tenía pileta y nadar, al igual que
saber cocinar o manejar, son cosas fundamentales que una persona tiene que
saber para sobrevivir el día de mañana en la vida. Odiaba profundamente ese
club, odiaba esa pileta, y es el día de hoy que me acuerdo claramente cómo NO
me servía el método que tenían con los nenes para que saliéramos nadando; tirándonos
en lo profundo, donde no hacíamos pie. Volvía angustiada de cada clase y mamá
decidió sacarme.
Un año después, 2005, ingresaba a un nuevo colegio, al
CMB. Me acuerdo que una de las cosas que más me preocupaban eran las clases de
natación, que cómo iban a ser, y el ser tantos en un aula (acostumbrada a no
ser ni un cuarto de la cantidad que éramos en el nuevo colegio ). Mamá fue a
hablar con el responsable de la parte de natación del colegio, él nos mostró la
pileta, las instalaciones y mamá le planteó mi fobia. El profesor le dijo que
no se preocupara, que a cada chico le daban su tiempo. “No se preocupe, en 5to año yo le aseguro que va a salir nadando, tenemos
tiempo todavía”.
Y acá estoy, 8 años después, sigo sin encontrar las
ganas activas de nadar, competir, hacer mil largos pero nadar, nadé. Pasé de
nadar en lo bajo, a nadar donde no hacía pie, de anchos a largos y así hasta no
poder creerme a mi misma la cantidad de largos que había nadado en menos de 20
minutos conociendo toda la fobia que le tenía antes al agua.
Hoy va a ser el
último día que me voy a meter en esa pileta que me enseñó a nadar. Ya no más
largos, no más resistencia, no más evaluaciones por técnicas de nado. Hoy le digo adiós a esa pileta y también un gran
GRACIAS.
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